"Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más."
(Apocalipsis 21:1)
Imagina a un niño que ha crecido en la miseria sin conocer un hogar verdadero. Un día, alguien le muestra un hermoso palacio y le dice: "Este será tuyo." Su sorpresa es inmensa, pero más aún su alegría. Así también, Dios nos ha prometido un hogar celestial, un lugar donde la tristeza, la muerte y el sufrimiento serán solo un recuerdo lejano.
La Biblia nos muestra la gloriosa escena de la Nueva Jerusalén descendiendo del cielo, la ciudad que Dios ha preparado para su pueblo. Allí, no habrá llanto ni dolor, porque el pecado y sus consecuencias habrán desaparecido para siempre (Apocalipsis 21:4). Más allá de la belleza de este lugar, lo más maravilloso es que Dios mismo morará con su pueblo.
Jesús lo prometió: "Voy, pues, a preparar lugar para vosotros… y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis" (Juan 14:2,3). El término griego "skēnē" significa tabernáculo o morada, recordándonos que Dios será nuestro Padre cercano.
Elena de White describe esta promesa con emoción: "Los redimidos andan en la luz gloriosa de un día eterno que no necesita sol" (El Conflicto de los Siglos, pág. 655). La presencia de Dios será nuestra luz, nuestra seguridad y nuestro gozo eterno.
Hoy, podemos elegir vivir con esa esperanza. Nuestra vida aquí es pasajera, pero la que Dios nos promete es eterna. ¿Vives con la certeza de que este mundo no es nuestro hogar definitivo?
Invitación:
Mantén viva la esperanza del cielo. Recuerda que Jesús ya ha preparado el lugar, y pronto vendrá para llevarnos a nuestra verdadera morada.